(Texto sobre Pedagogía para la Revista de la ETSA de la Universidad de Navarra)
Las metodologías deductivas, utilizadas en lo que llamaremos “Enseñanza de la Arquitectura”, se fundamentan en la transmisión unidireccional entre el educador y el educando. Transmisión de información y experiencias propias que inevitablemente van lastradas sino de ideología sí del filtrado, tanto de las fuentes como del contenido y continente del material pedagógico. Aún en el supuesto de total neutralidad del mentor, es inevitable que esa enseñanza sea condicionada por el perfil personal y profesional del educador.
El proceso informativo propio de las metodologías deductivas es esencial en la educación, y especialmente en la Universitaria, pero lo es en la medida en que los contenidos se procesen, almacenen y sean accesibles en un contexto de máxima entropía, de manera que en lo que el alumno debe ejercitarse pedagógicamente es en la eficacia para acceder a la información por sí mismo. La figura del profesor impartiendo clases magistrales debe situarse en el limitado marco de una exposición y posicionamiento cultural del profesor respecto de la materia que expone.
Las metodologías inductivas, aquellas que inducen del proceso escolar y del contexto del material pedagógico, se liberan mejor de adherencias ideológicas y sustituyen el protagonista del proceso (del educador en las pedagogías deductivas al educando en las pedagogías inductivas). Se trata de que el alumno aprenda. ¿Qué es lo que el alumno aprende?. Aprende fundamentalmente prácticas ceñidas a modelos o tipos de referencia. Se aprende a resolver ecuaciones de segundo grado, se aprende a construir oraciones en determinados idiomas, etc., etc.
En materia arquitectónica el alumno aprende a resolver espacio y forma de una tipología residencial, a construir con hormigón armado, resolver una escalera sin cabezada, etc., y lo hace sobre la práctica proyectual según temario y procedimiento, instruido por el tutor que en estas metodologías deviene un protagonista subsidiario.
Para los que, como yo, entendemos el ejercicio de la arquitectura como un trabajo creativo, pedagógicamente, se trataría de habilitar creadores para la sociedad (el concepto de creatividad al que me refiero es tan amplio como el que se enmarca desde la interpretación sobre modelos y tipos conocidos hasta la más amplia especulación en el territorio de lo desconocido). Pero la condición creativa no es objetivo (ni creo que sea alcanzable) de las metodologías deductivas ni de las inductivas. Los creadores ni se enseñan ni aprenden. Los creadores se forman.
La formación del arquitecto como creador debería ser, el objetivo del proceso docente de las Escuelas de Arquitectura.
La pedagogía constructivista se refiere a la formación del educando como el proceso en el que el alumno arma su “constructo” profesional, concepto que se refiere a la facultad que se adquiere para responder de forma acertada (y creativa, añado) a los estímulos, sean estos del tipo y procedencia que sean y por supuesto aunque no hayan sido ensayados, ni siquiera previstos, en las prácticas de aprendizaje.
En esta metodología, el educando ha derivado de protagonista pasivo de la enseñanza o protagonista activo en el aprendizaje, a ser el objeto, el material pedagógico del proceso.
La formación de un educando debe producirse en dos entornos esenciales, el de la máxima libertad y el del contexto humano, social, etc. del alumno. El educador, pedagógicamente habilitado, ocupa un difícil pero fascinante roll como vigilante y asesor del proceso. Y el proceso pedagógico es el material evaluable del currículum, en tanto que el resultado es un dato secundario de carácter estadístico escolar antes que del expediente del alumno. El educador, como parte de ese proceso formativo, también es el mismo objeto de la pedagogía y se forma paralelamente y en la misma medida que el educando.
El constructivismo pedagógico constituye una escuela fiable y experimentada que dispone de técnicas solventes para su aplicación en todo tipo de disciplinas y niveles educativos. Estas técnicas desconfían de la eficacia de los programas docentes, y muy especialmente de la repetición de estos programas. Lamento constatar el exiguo número de profesores de proyectos arquitectónicos que tienen formación pedagógica y de cómo esa carencia se suple, finalmente, con un extraordinario entusiasmo y carisma a través del cual, y sobre todo completado por una comunicación transversal entre alumnos, éste se forma de algún modo o parcialmente. El alumno aprende a aprender.
Resumiría hasta aquí que la formación del arquitecto deberia disponer de un banco de datos, eficientemente procesado para su fácil accesibilidad, al que el alumnos y enseñantes accederían en cada caso, según interese. Los “enseñantes” intervendrían en el proceso deductivo como asesores o consultores a disposición del proceso.
Las Escuelas programarían prácticas disciplinares (especializadas o interdisciplinarias) donde el alumno se ejercitaría en la resolución de los problemas técnicos (proyectuales, constructivos, medioambientales, etc.). Finalmente el alumno sería enfrentado a un contexto (comprometido con su tiempo y complejidad real) compartido con su tutor, sobre el cual armaría con material propio el perfil de respuesta productiva (o constructo si se quiere) que ello sería objetivo, proceso y fin en sí mismo.
De este modo no existen profesores o tutores especialistas, ni asignaturas como compartimentos estancos. Es preciso replantear no sólo programas y criterios de evaluación, sino los rolles de los expertos en determinadas áreas disciplinares y su participación necesaria en todo el proceso. En cierto modo demandaría que los educadores los son colegiadamente de un proyecto común, del que son parte cualificada desde la disciplina que dominan.
Ante una perspectiva de este tipo entra en crisis no sólo el modelo de arquitecto a formar (coherentemente con los extremos de libertad y contexto que reivindicaba cada educando, construiría su propio perfil) sino los sistemas de evaluación y capacitación, y consecuentemente en crisis el propio territorio de la Arquitectura, de la que la arquitectura actual no saldrá ilesa ante los pronunciamientos que se enuncian, desde los jóvenes profesionales, ya incorporados al ejercicio profesional o en trance de hacerlo desde su ilusionada creatividad y libertad.
El Proyecto Fin de Carrera es, o debería ser, lugar de debate y evaluación sobre los procesos docentes de una Escuela de Arquitectura.
En este país es especialmente interesante esta práctica docente por cuanto concierne al perfil politécnico que define el ejercicio profesional y por tanto los programas que lo capacitan.
Esta multidisciplinidad incrementa el grado de complejidad de la pedagogía y, obviamente, de su verificación final. Sólo en aquellas Escuelas en que esta complejidad se manifiesta en el proceso y análisis del PFC, se muestra en toda su intensidad también la eficacia pedagógica de los programas y sistemas que los desarrollan y las condiciones de entorno e que se llevan a cabo (número de alumnos, medios, capacidad pedagógica del estamento docente, etc.). Para que ello ocurra debe liberarse el proceso de redacción de un PFC de los vínculos que habitualmente premeditan el método de profesional a titular. Es preciso, diríamos, un estado de liberalidad alta de tutores, candidatos y tribunal.
Algunos centros estresan los procesos y a los intervinientes en la producción del PFC para moldear al titulando, de modo que pueda vestir el traje metálicamente unívoco del arquitecto profesional al que el centro se adscribe, y lo consiguen ciertamente al precio de un más que dudoso e incierto resultado formativo de acuerdo, en mi opinión, con el modelo del arquitecto decimonónico de perfil romántico, y para unas relaciones productivas (cliente, arquitecto, constructor) hoy superadas por el incremento de entradas de otros agentes y vínculos que dimanan de las formas de vida, estructuras sociales, económicas y productivas de nuestra contemporaneidad.
Es preciso desde este horizonte describir de otro modo el proceso docente que concluye en este corolario esencial del mismo que es el Proyecto Fin de Carrera.
El Proyecto Fin de Carrera es un instrumento pedagógico esencial para que el educando forme el mismo al profesional capaz de desarrollar y hacer fiable y viable en el sector productivo, el contenido creativo con el que propuso su trabajo. Quizás sea la oportunidad más constatable de los resultados de una metodología pedagógica y en lo que a mí concierne, la que se ocupa de la formación del creador.